El retablo arriacense, de Víctor de la Vega

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Sede de la antigua Caja de Guadalajara

 En las últimas semanas, con motivo de la noticia de la venta del nuevo edificio de Caja de Guadalajara, fusionada con CajaSol, y ésta a su vez integrada con Caixa Bank, y gracias a la inquietud de referentes culturales de Guadalajara como Antonio Herrera Casado, se ha propagado una cierta preocupación por el futuro del fondo pictórico de la antigua caja provincial, propiedad ahora de la fundación CajaSol.

El fondo pictórico, un auténtico tesoro artístico, alberga más de mil obras, entre las que destaca la colección de Alejo Vera, pintor que se caracteriza por su obra histórica y romántica en el siglo XIX, así como una de las creaciones más conocidas del arte del siglo XX relacionadas con Guadalajara y su provincia: el Retablo Arriacense, de Víctor de la Vega, pintor de nuestra vecina Cuenca.

Esta gran obra, de óleo sobre lienzo de 3,46 x 1,77 m, que data de 1977, ha presidido hasta ahora la sala de juntas de Caja de Guadalajara, por lo que desde hace unos años está ubicada en el edificio recientemente puesto en venta por la entidad bancaria catalana, y su contemplación supone una alegría para la vista de cualquier persona nacida, criada, o vinculada a esta provincia. La primera impresión cuando nos situamos ante él es la de cierta confusión, creada por la existencia de elementos conocidos, muy familiares. Arquitecturas que nos traen recuerdos, personajes ya vistos en otros cuadros, dibujos o fotografías, pero situados fuera de su contexto, como si estuvieran mezclados por un sueño. Así, el escenario se configura como en la ladera de un monte, tras el cual impera la abandonada serranía que sirve de fondo para la composición, en la que se mezcla el poderoso pico Ocejón con otros paisajes que sorprende encontrar en sus cercanías, como el místico barranco de la Hoz, o las famosas Tetas de Viana, y que se va aproximando hacia el observador, transformándose en un paisaje mezcla de Alcarria y Campiña salpicadas por esos característicos cerros, como el de Hita, testigos de otros tiempos. Frente a la sierra se configura un paisaje coronado por las grandes fortificaciones que dieron sentido a esta tierra, otrora vanguardia de Castilla en su afán reconquistador, que debió poner piedra sobre piedra para construir las más altas torres y murallas que defendieran a los castellanos de las amenazas, no siempre venidas del sur musulmán, porque ésta siempre fue tierra de frontera, y aficionada a luchas fratricidas. Allí vemos los muros de Molina, Sigüenza, Atienza o Jadraque entre tantas otras. Muros de sillar y mampostería, defendidos por personas venidas de todos los lugares del norte, y muchos que renunciaron a ir al sur y se quedaron aquí, dispuestos a defender sus recién ganadas libertades, pues aquí también, igual que en el resto de Castilla, se decía entonces aquello de que nadie era más que nadie, costumbre pronto perdida y aún no recuperada, para desgracia de todos.

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El Retablo Arriacense

Más abajo están los más característicos templos de nuestra provincia, como protegidos por las murallas y castillos. Ese bello románico serrano de Campisábalos y de Atienza, la catedral de Sigüenza, con su disfraz de castillo, la enigmática Santa María de Guadalajara, con su aspecto a medio camino entre una mezquita con su alminar y una iglesia cristiana, y que representa como nada esa Guadalajara de vida común entre religiones. San Ginés, que preside la plaza de Santo Domingo de la capital, antes del Mercado, y ahora de gris hormigón…también está presente esa Guadalajara del renacimiento, la que lideró, de la mano de los Mendoza, el paso del Medievo a la Modernidad en España, del castillo al palacio, del claustro al patio cortesano. El palacio de Cogolludo, primera arquitectura renacentista española, no por casualidad se erigió en esta, ahora, olvidada tierra. Y en el centro de la escena, no podía ser de otra manera, el palacio del Infantado, símbolo de tantas cosas: el poder de los Mendoza, manejando los hilos del reino, a veces en la sombra, y a veces no tanto, la mezcla de estilos, gótico, mudéjar, renacentista, representando un tiempo confuso, de actores que marchan para siempre, y otros que entran por primera vez en escena.

A la sombra de palacios, templos y murallas, vemos a los guadalajareños (o arriacenses, respetando el título de la obra, aunque no me parezca el gentilicio adecuado cuando se refiere a toda la provincia) ilustres: el héroe de la legendaria conquista de Guadalajara y varios pueblos de la zona, Álvar Fáñez de Minaya, el pícaro Arcipreste de Hita y su pasión por las jóvenes serranas, el humanista marqués de Santillana, el poderoso cardenal Mendoza, el desdichado Doncel de Sigüenza, la princesa de Éboli, no menos desdichada en su prisión palaciega, símbolo de la ducal Pastrana. También está la reina María de Molina, clavo ardiendo de cordura al que se aferró Castilla en momentos oscuros, y el cronista Layna Serrano, amor personalizado por su tierra y su historia, con su pluma castiza, a veces halagadora, otras hiriente, leyendo a la sombra al lado de unas colmenas, y muchos otros que no describiremos para no alargarnos. También aparece el pueblo anónimo, como no podía ser de otra manera, en su versión campesina, y que salvo por las montañas y el cielo, es el elemento más intemporal del cuadro, pues el pueblo, la comunidad, el común de las gentes, como se solía llamar, siempre fue anónimo en Guadalajara, y siempre tuvo la espalda dolorida de trabajar en el campo, aunque en estas últimas décadas hayamos borrado ese recuerdo de nuestra identidad colectiva.

Tras la primera impresión, y una vez reconocidas las figuras y los lugares, pocos observadores criados en esta tierra han podido evitar que se les escape una sonrisa cómplice, igual que cuando volvemos a ver a alguien querido después de mucho tiempo. Y es que esa Guadalajara, esa tierra así representada, es nuestro lugar común, al que pertenecemos. Ese cuadro es la imagen mental que tenemos cuando se nos pregunta por nuestra tierra. ¿Qué es Guadalajara? Pregunta el ignorante, y en nuestra mente surge una imagen, parecida a este retablo, en la que en un marco mágico aparecen esos lugares, que son como nuestra casa. Y esas personas, de las que sentimos orgullo por haber aportado al mundo su valía, como si fueran nuestros parientes, como un hijo que admira la figura paterna, aunque siglos separen sus vidas y las nuestras. Y es que esas personas y esos lugares, son parte de nosotros, igual que nosotros somos parte de su legado. No son agua pasada, pues todavía se puede sentir la presencia de los duques del Infantado si se pasea por su palacio, igual que se puede sentir la llegada del Cid cuando se observa el horizonte desde la molinesa torre de Aragón o el tañir de campanas en las ruinas de Bonaval. Quizá el dominguero no lo pueda ver ni sentir, pero eso es porque en otros lugares mucha gente no sabe escuchar, como hacemos aquí, el silencio. Un silencio que envuelve nuestros pueblos y nuestra sierra, pero que, a poco que nos esforcemos, se transforma en risas de colegiales de escuelas rurales que ya cerraron, pues esta tierra es anciana, y desgraciadamente sus gentes, más allá del valle del Henares, también.

Son pasado, si, pero son lo poco que nos ha quedado en Guadalajara para no perder del todo ese sentimiento de orgullo por venir de donde venimos. No en el sentido de ser mejor que nadie, que eso se lo dejamos a otros que confunden el amor con la soberbia, sino en cuanto a la responsabilidad de mantener esta tierra nuestra con la mayor dignidad posible para que la hereden nuestros hijos. Ese sentimiento, que no es localismo de pandereta, sino la felicidad de saberse parte de una comunidad humana, que viene de muchos siglos atrás, en la que uno se puede sentir plenamente identificado. Y las comunidades humanas, para tener conciencia de lo que son, y especialmente en estos tiempos en los que nos atacan con identidades ficticias surgidas de comunidades autónomas de nombre malsonante, necesitan símbolos que las unan. Símbolos, como este retablo, que resumen todo lo bueno que esta tierra ha dado al mundo, y que debe seguir perteneciendo a los guadalajareños.

Por todo ello, y además del puro valor artístico de la obra, de cuya comentario nos abstenemos por pura ignorancia, desde este blog nos sumamos a la preocupación mostrada por muchos guadalajareños, algunos de ellos personas de gran relevancia en la cultura provincial, y otros ciudadanos anónimos, ante la venta del edificio (reliquia de una época de despilfarro y ausencia de sentido común) donde se exponía el cuadro, cuyo futuro ahora es incierto (en ese sentido, recomendamos la lectura del excelente artículo de Cultura en Guada http://culturaenguada.es/arte/1756-que-pasara-con-el-retablo-arriacense, así como visitar el grupo de Facebook creado sobre este tema https://www.facebook.com/groups/669905063021573/?fref=ts ). En vista de esta situación, pedimos a la Fundación CajaSol que permita que el cuadro se quede en Guadalajara, a disposición de todos, y que no acabe sus días vendido al mejor postor o almacenado en un olvidado lugar de Sevilla o Barcelona.

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